Andrea, Mar, Sofía y yo nos conocimos hace más de una década estudiando Periodismo en la universidad en Valencia. Desde entonces, podrás imaginarte, han pasado tantas cosas que es imposible resumirlas: hemos vivido en ciudades distintas, estudiado cosas distintas, trabajado en lugares distintos y construido nuestro propio camino.
Este año cumplimos 30 años y decidimos celebrarlo compartiendo un viaje que nos debíamos: Vietnam iba a suceder en 2020 pero una pandemia nos cambió los planes. ¿Por qué no recuperarlo ahora? Las cuatros sabíamos que lo que no estábamos regalando no era sólo conocer un país nuevo, era, sobre todo, pasar tiempo juntas.
Volvimos a cargar la mochila que un día ya fue testigo de nuestro primer viaje intercontinental a Sri Lanka y volvimos a empezar nuestro juego particular: 10 días juntas en Asia con el objetivo de no hacer nada. Sólo teníamos que dejarnos llevar, curiosear, abrir los ojos, preguntar por la cerveza local y estar dispuestas a madrugar para aprovechar las mañanas que es lo que nos gusta a nosotras.
Llegamos a Hanoi por la mañana dispuestas a aprovechar el día y nos encontramos con una ciudad que más bien parecía un pueblo con edificios bajos y un trasiego callejero tan divertido como peligroso para cruzar la carretera. Desayunamos en Hanoi Social Club tan tarde que sirvió de comida y empezamos a pasear entre negocios de todo tipo (las calles son como los antiguos gremios, agrupadas por actividad) y visitamos el Ngoc Son Temple, mientras observábamos banderas comunistas, retratos de líderes políticos y centenares de turistas buscando las vías del tren.
El famosísimo tren que pasa pegado a la ciudad es hoy más un espectáculo que un tren pero verlo a primera fila con una cerveza en la mano fue divertido: nos movimos entre señores posando con una silla en las vías o el último tik-toker. Nosotras empezamos con la cata de cervezas y cacahuetes locales.
Y al pasar el tren, cosa que sucede en escasos segundos, decidimos empezar a dar vueltas para cenar en un buen sitio. Nos guiamos por nuestra intuición, allá dónde veíamos familias de vietnamitas nos asomábamos, y acabamos comiendo en una esquina en la calle en unas mesas con taburetes muy bajitos de colores; algo que nos dimos cuenta de que era muy característico. Probamos el Pho, un tipo de sopa muy consumida en el norte de Vietnam, con carne y empezamos a gozar con los caldos vietnamitas (algo que duró todo el viaje).
Acabamos en una calle con niveles altos de música y caos hablando sobre cómo nos gustaría poder seguir haciendo esto siempre juntas. ¿Se podría?
Nos habían hablado mucho de la que llaman la bahía de Ha Long en la tierra y quisimos adentrarnos a ver qué pasaba. Fuimos en una excursión porque nos pareció lo más sencillo y subimos hasta Hang Mua dónde un dragón de piedra esperaba con unas vistas espectaculares de las montañas y los campos de arroz. Nos subimos a unas bicis para recorrer los mismos caminos que habíamos visto desde arriba. Nos compramos un helado y acabamos en un barco pasando entre montañas y cuevas. Ahí ya elevamos nuestro nivel de disociación: ese día ya no éramos periodistas, no teníamos una reunión que quedó pendiente. Empezamos a reírnos más fuerte y por cualquier cosa y yo comencé a anotar las anécdotas en las notas del teléfono para guardarlas siempre.
Después de Nin Binh decidimos creernos en Pekín Express o universitarias en su año sabático y tomamos un autobús nocturno hasta Sa Pa, una región montañosa y repleta de campos de arroz, en el norte de Vietnam. Fue un viaje de 5 horas en el que las primeras 2 nos las pasamos riéndonos e intentando dormir, cosa que finalmente conseguimos a duras penas en las cabinas de aquel bus.
Llegamos a las 6 de la mañana a nuestro alojamiento, My’s Homestay, llevado por una familia que vive allí, y con unas vistas espectaculares a las terrazas de arrozales. Ese mismo día hicimos el trekking de 5 horas por las montañas y los pueblos de la zona y vimos animales, un bosque de bambú, cataratas y más arrozales. Tuvimos tiempo suficiente para pensar que no habíamos salido adecuadamente vestidas para la ocasión y que el paseo era más duro de lo que creíamos pero sin duda mereció la pena. Sobrevivimos y necesitamos una siesta de domingo al sol cayendo viendo el atardecer desde la ventana de la habitación.
Cuando anocheció la familia nos hizo una cena que todavía recuerdo y nos juntamos con unos nuevos amigos alemanes a beber ‘happy water’, un licor local, todos medio en pijama abrazando la vida de veraneante. Allí nos preguntaron que cuántos años teníamos y todas nos miramos riendo. Ellos tenían 23.
El día siguiente, con las zapatillas secándose por el barro del día anterior, subimos en funicular (que nadie crea que hicimos una ascensión, con el trekking tuvimos bastante) al Fansipan, la montaña más alta de Vietnam. Arriba, a más de 3000 metros, hay templos y un silencio sepulcral e inabarcable. Una inmensidad en la que es fácil imaginárselo todo.
Nos fuimos de Sa Pa esta vez en un autobús de tarde con el desastre ya adueñado de nosotras. Me puse música en los auriculares mientras miraba como la luz se iba progresivamente: era lunes y no tenía ningún email que responder.
Esa noche cenamos en Hanoi unas brochetas de cerdo con salsa de cacahuete que nos encantaron.
Hoi An era el lugar que más habíamos visto en fotos. Ese pueblito a mitad del país lleno de farolillos de colores y de calles adoquinadas nos esperaba con casi 40 grados y una belleza colonial y suspendida en el tiempo: ahí soñé con escribir días y días en sus salones de té todos de madera oscura y antigua. Las buganvillas poblaban las paredes amarillas y el pequeño río conectaba las dos partes del pueblo con un puente siempre repleto de gente.
Además, nos habían contado que era muy común hacerse ropa a medida. “Chicas, en un día os lo hacen” y claro, las chicas allá que fueron a ver qué ocurría. Acabamos todas en Ba Ri hablando de vestidos, buscando referencias y eligiendo tejidos en una hora en la que todas nos creímos Sex and the City versión viaje vietnamita. El proceso de elegir, probar y recoger fue divertidísimo y sí, lo hicieron todo en un día.
En Hoi An paseamos, vimos iluminarse farolillos, pedimos deseos, comimos Cao Lau (su sopa típica) y descubrimos los rice pancakes en Quán Cao Lau Ba Le, un sitio local que nos alucinó. También subimos al barquito, compramos en mercadillos, probamos el café con coco y visitamos casas, templos y palacios antiguos.
Phu Quoc es una isla enfrente de la costa de Camboya que pertenece a Vietnam. A Phu Quoc fuimos a no hacer nada: a tirarnos en la playa, nadar entre corales, ver atardeceres, beber cerveza muy fresquita y hablar horas. Allí jugamos a preguntarnos cómo sería nuestro día perfecto, vimos pececitos, tomamos el sol, leímos, nadamos en la piscina del hotel y cenamos allí todavía con el pelo mojado.
Allí, también, volviendo de una playa a la que habíamos ido para ver estrellas de mar (como todo, hay que regular las expectativas con esas cosas), conseguimos poner en un taxi las canciones de Disney de nuestra infancia y decidimos entonarlas para acabar debatiendo cuáles eran nuestras películas favoritas. Allí, también, volvimos a ser niñas a miles de kilómetros de casa.
Y la última parada fue la mítica Saigón, a.k.a. Ho Chi Minh. Después de haber leído ‘En la tierra somos fugazmente grandiosos’ de Ocean Vuong, yo me moría de ganas por ver las calles caóticas y las luces de neón que inundaban la ciudad. Además, todas teníamos curiosidad por ver más de cerca la historia sobre la guerra, por eso empezamos yendo a los túneles de Cu Chi, los túneles bajo tierra que usaba el Viet Cong para luchar durante la guerra contra los estadounidenses. Y nos metimos en los túneles bajo tierra, gateamos, tocamos un helicóptero y rozamos con los dedos parte de la historia reciente del mundo.
Al salir quisimos seguir probando: fuimos a por Banh Mi, un bocadillo típico vietnamita con distintas carnes, y cogimos energía para pasear. Hicimos sólo eso, recorrer y darnos cuenta de que la ciudad era gigantesca y moderna y que eso convivía con los barrios y con las estrechas peatonales en las que las señoras seguían saliendo a cenar a la puerta de casa. “Parecía que la ciudad se había olvidado de la hora, o mejor, del tiempo mismo. (...) Todo el bullicio se circunscribía a una única manzana. (...) Abuelas con pijamas florales y de cachemir se sentaban en banquetas de plástico junto a la entrada de las casas.” También había neones y también había mucho ruido, muchos colores y muchos olores, tal cual lo había descrito Vuong en su novela.
El agotamiento se apoderó de nosotras y acabamos en la habitación poniéndonos una mascarilla coreana y verbalizando, más todavía, todo lo que teníamos dentro. Hablamos de la relación de los vietnamitas con la muerte, de la nuestra, de la familia, las relaciones, de nuestro futuro, de lo que nos da miedo y nos hace ilusión.
Nos asaltó la conciencia de estar juntas en la siguiente etapa: cumplir años, regalar tiempo, no hay nada más valioso, más cotizado, tiempo para asombrarnos juntas, para compartir primeras veces, para hablar sin tener que irnos a otro lugar después.
Podremos estar en ese impás de los 30 llenas de dudas o al menos con menos certezas de las esperadas pero siempre nos quedará acompañarnos y siempre podremos pensar en la siguiente aventura: quién sabe en qué esquina de qué ciudad acabaremos cenando el próximo año.