LAS PAGODAS FLOTANTES, LA JOYA ONíRICA DE TAILANDIA

Saliendo de Lampang, la carretera que sigue el valle del río Wang, camino de las montañas y del parque nacional de Chae Son, hacia el norte, ofrece a la vista ese tipo de paisaje con figuras que esperamos del Extremo Oriente. Al fondo, el perfil de unos montes pintorescos, cubiertos de vegetación hasta su cima. Las formas de los árboles recortándose contra el cielo. En los campos, campesinos o, en mayor número, campesinas trabajando bajo el sol, protegiéndose con el tradicional sombrero cónico, llamado ngob en su variante tailandesa.

Entre los cultivos de arroz o de maíz, grupos de bananos. Alguna nota de color la aportan sombrillas, colocadas en las lindes, para descansar bajo ellas del sol taladrante. Son pocos los coches con que nos cruzamos. Lo que abundan son las motos, y los motoristas, ellos y ellas suelen proteger sus rostros con pasamontañas o pañuelos. Es el modo de locomoción rural.

El primero de nuestros destinos, camino del norte, son las pagodas flotantes. Apenas una hora de coche. Nombre oficial del sitio: Wat Chaloem Phra Kiat Phrachomklao Rachanusorn. El nombre tailandés completo resulta imposible de aprender, como tantas veces sucede. Las pagodas flotantes es el nombre descriptivo que incita al viaje. Y si hablaba antes de montes pintorescos, el emplazamiento donde se hallan estos templos lo es en grado superlativo. No es algo exclusivo de Asia ni del budismo, el que los parajes singulares se conviertan en santuarios, pues no deja de suceder lo mismo en Europa y con el cristianismo, pero la vinculación entre los accidentes geológicos y las devociones tailandesas es muy frecuente, y es difícil encontrar un hito paisajístico que no esté, de un modo u otro, consagrado. Sucede con las cuevas, sucede con las formaciones rocosas llamativas. Delatan, de algún modo, la maravilla, el tránsito del espíritu, la posibilidad de la iluminación. O el paso real del maestro Buda.

Desde lejos, los picos donde se encuentran las pagodas ya se dejan ver, y llaman la atención por sus formas, como una dentadura de piedra. Esos picachos sucesivos de roca caliza llamarían la atención por sí solos, pero cuando detectamos, delatadas por el sol, las estupas blancas que coronan los promontorios, resaltando un camino imposible por el cielo, lo que nos gana es el asombro, y nos preguntamos si será verdad que podamos acceder a semejante sitio.

Estas estupas maravillosas no son nada antiguas. Su construcción comenzó en 2004. Fue iniciativa del abad de un templo de Phayao, ciudad algo más al norte, el abad del Wat Analayo, famoso por su Buda gigante y por su misticismo. Hago notar que, en Tailandia, durante el siglo XX, se fundaron muchos cenobios, la mayor parte de los que veremos por el país, y que la historia continúa durante este milenio. No obstante, el emplazamiento de las "pagodas flotantes" ya llevaba siglos siendo objeto de veneración. No fue un capricho elegirlo. Allí se habían encontrado, en tiempos antiguos, horadadas en la caliza, dos supuestas huellas gigantes de Buda. Y venían siendo destino de peregrinaje, pese a que los fieles debieran adentrarse trabajosamente en la jungla, tal como le tocó hacer a ese abad, a quien se debe la idea del nuevo monasterio.

Las supuestas huellas físicas de Buda, bien de uno, bien de sus dos pies, se reparten por varios puntos de Asia, varios en Tailandia. El escéptico sonreirá al respecto. Debemos aclarar que son reliquias extraordinarias. Lo frecuente, lo que se encuentra en casi cada templo, son simples réplicas, que no dejan por ello de ser veneradas. En estas réplicas se hallarán grabados los 108 símbolos canónicos de los auspicios.

Podemos verlos en las huellas que se exhiben solas, en capillas específicas, o en las plantas de los pies de los grandes budas reclinados, como el famosísimo de Bangkok, donde los símbolos están hechos de madreperla. No parece que repliquen una pisada real, dejada sobre la roca, sino la tapa con que se recubría la huella más sagrada, la del Pico de Adán en Sri Lanka (del pie de Buda para los budistas, del pie del padre Adán para los mahometanos). Esta huella cingalesa tiene su pareja en otra tailandesa, venerada en Saraburi, cerca de Ayutthaya. Serían las señales de los pies derecho e izquierdo y, de algún modo, vendrían a simbolizar los dos puntos fuertes del Budismo Theravada: al oeste, Sri Lanka, como foco original, y al este, Tailandia, como país donde esta escuela goza de una posición privilegiada.

Según la tradición hay hasta cinco huellas físicas, supuestamente ciertas de Buda, siendo las dos citadas las más famosas. Las de los montes de Lampang contarían entre las apócrifas, pero ello no impide que sean venerables. La autenticidad no es requisito básico en Tailandia, lo que cuenta es cierta fuerza espiritual, cierta conexión mágica. Frente a la sofisticación de las réplicas, las huellas que hallaremos aquí, a los pies de las pagodas flotantes son rudas, como si fuera una obra de arte contemporáneo.

Este templo nace, como hemos contado, en el siglo XXI, de una genuina inquietud religiosa, y aunque termine siendo una atracción turística, no es ése su propósito original. De hecho, nos acercamos pocos extranjeros, y la información en inglés es insuficiente. La mayoría de los visitantes son peregrinos locales, y los vemos llegar con flores, destinadas a honrar bien las huellas del maestro, bien las altas estupas donde se guardan otras reliquias búdicas.

El complejo tiene tres niveles. Con el coche particular se llega sin problema alguno al primero, donde se encuentran el parking, un café, una tienda y los servicios. Varios altares, y algunas figuras de Buda rodean una esplanada. Algunas dependencias monásticas, poco atractivas, andan cerca. Desde allí, las pagodas se distinguen espléndidamente, pero todavía quedan muy lejos, muy arriba. Para llegar al segundo nivel, se ha habilitado una estrecha y empinada carretera, por la que sólo pueden circular vehículos autorizados. Estaremos a unos trescientos metros de altitud, y nos toca subir quinientos más. Para ello, el visitante deberá pagar su pasaje en un pickup, lo típico en el país.

Seremos los únicos pasajeros, los más madrugadores. Bamboleándonos en la camioneta por esas cuestas selváticas, por esas rampas de porcentajes terribles, pensamos en el sacrificio de los antiguos peregrinos, que hacían a pie semejante camino. El pickup nos deja en el segundo nivel, el de las huellas. Hay un segundo parking y unos servicios. Hacen bien en recordarnos que, de allí en adelante, ya no encontraremos otros. Toca andar y elegir entre dos caminos. El primero, a mano izquierda, conduce hasta el santuario de la huella. El segundo, el de la derecha, lleva a unas escaleras espectaculares, que permiten llegar, con comodidad, aunque con esfuerzo, hasta las pagodas de las reliquias.

Ir a gozar de las vistas en la altura es la tentación primera, pero parece lo correcto acudir antes a honrar las huellas. El camino no tiene problemas, y está alegremente decorado por banderines de colores, y vigilado por algún extraño protector del templo. Nos encontramos, por ejemplo, con la figura de Tantima, que se apoya vigorosamente en un bastón con sus brazos de hombre, pero que presume también de su verde cola y de sus espolones de gallo de pelea. Es una de las criaturas híbridas que habitan el bosque de Himaphan, antesala de la morada de los dioses, en el Himalaya. Estos personajes no dejan de parecerse a los creados por Walt Disney. Lo que más puede sorprendernos es que en Tailandia sigan produciéndose, en buen número, estas esculturas. Sería como si, en Europa, mantuviéramos un gremio potente de tallado de gárgolas.

El templete de las huellas es un edificio nuevo, como todo el complejo, y de arquitectura ecléctica, poco interesante, pero dentro están esas marcas enigmáticas, socavadas en la roca, que exigirían que Buda hubiera sido un gigante. Devotamente, hay guirnaldas depositadas dentro, más flores frescas y monedas distribuidas con cierto cuidado, tal como se suelen distribuir los símbolos de los auspicios, que aquí se supone que se deben intuirse en las marcas naturales de la caliza.

Pero nos interesa acometer ya la subida mientras aún se disfruta del frescor de la mañana. Antes de que lleguen otros peregrinos. Nos espera una escalera muy bien construida, con estructura de acero, y peldaños de teca. Haberla construido allí parece una proeza. Se apoya en los peñascos y trepa por la jungla, entre árboles invadidos por plantas trepadoras y bambúes. La caliza es una roca fantasiosa, y la ascensión va gratificándonos con peñascos curiosos, que dejan estrechas rendijas entre unos y otros, y que podrían protagonizar una pintura china. Con buen criterio, se han dispuesto sucesivos miradores con bancos, donde poder descansar, y empezar a disfrutar de las vistas del valle a nuestros pies.

Advierten en un cartel de la presencia de una familia de macacos. Pero me temo que no quieren dejarse fotografiar. A mitad de subida, un desvío lleva a una curiosa hendedura en la roca, hacia la que conduce un tosco puente, una escalera de mano en horizontal. Debemos pedir al móvil que nos traduzca el letrero del tailandés. Más o menos nos aclara que es lugar sagrado y vetado a las mujeres, y vinculado con el culto a las huellas de Buda, un hueco donde un místico reencontraría el útero materno. Un rincón de belleza salvaje, en cualquier caso, vigilado por una figurita que representa a un ermitaño.

Tenemos que seguir subiendo. Junto a la primera de las pagodas, una campana de bronce. Siguiendo la tradición budista, e igual que sucede en Japón, no existe badajo, sino una viga, suspendida de unas cuerdas, con la que se acomete a la campana desde fuera. Irremediable caer en la tentación de hacerla sonar. Un solo golpe. Estamos solos allí arriba, nosotros y el tañido que reverbera por un rato, y parece que vaya recorriendo las estupas que vemos florecer sobre las peñas, despertándolas a su paso. Hemos llegado a lo alto con el ansia de ver, pero lo que se sorprende primero es el oído. Nosotros hemos golpeado la campana, pero otro visitante invisible, el aire, hace que tintineen campanillas y cascabeles, tendidos en cuerdas a lo largo de las terrazas de otros templetes. Estos humildes carillones del viento cuentan entre los dispositivos budistas que siguen orando por los hombres, aunque estos duerman.

No disponemos de un dron, pero sí de la imaginación, y con ella podemos sobrevolar estas cimas consagradas. Siguiendo el filo de la sierra, los monjes han creado un espinazo con los tejados de pabellones y capillas, salpicado por los vértices de las pagodas. Sugieren el lomo de un dragón. El día es perfectamente claro, sin una nube. Una suerte y una pena, porque hemos visto en las redes imágenes de las pagodas entre la niebla, y resultaban sublimes. Hoy no humea la boca del dragón de la montaña, pero la nitidez del día permite apreciar bien dónde estamos. El santuario se halla al extremo norte de una afilada, inesperada y estrecha sierra que corta el valle. Lejos, al este, y más próximas, al oeste, dos cordilleras más anchas. En el fértil llano, el trabajo de los agricultores ha domesticado la exuberancia del trópico. Es sólo en las montañas donde la jungla sobrevive.

“Estamos solos allí arriba, nosotros y el tañido que reverbera por un rato, y parece que vaya recorriendo las estupas que vemos florecer sobre las peñas, despertándolas a su paso”

La estupas blancas, con remates dorados, son de estilo cingalés. Acaban, como quien dice, de ser construidas, pero siguen atestiguando el viejo influjo de Sri Lanka sobre el budismo local. De la antigua Ceylán, Tailandia hereda modelos arquitectónicos y, más importante aún, un cuerpo doctrinal escrito en pali, lengua sagrada para la escuela Theravada. Y que sigue siendo asignatura imprescindible para los monjes.

No se trata tanto de anacronismos arquitectónicos como de una continuidad en la tradición. Es cierto que, en algún momento, a finales del siglo XIX, se ensayaron nuevos estilos para el culto budista y, por ejemplo, cerca de Ayutthaya, se construyó el excepcional Wat Niwet Thammaprawat, de gusto neogótico, a la europea. Pero el caso es anecdótico. Los siglos XX y XXI han sido muy tradicionalistas en el arte religioso tailandés, una tendencia que ampara el poder político, la monarquía protectora de la fe. Lo que sí sucede, deteriorando la estética, es que aparecen los materiales modernos, y aquí, en el entorno mágico de las pagodas flotantes, tenemos pabellones con estructura de acero, placas solares, más o menos ocultas, y capillas para la meditación cerradas con carpintería metálica. En una de esas capillas se ve a un monje, inmóvil, en la posición del loto. Al parecer, siempre debe permanecer uno de ellos, orando aquí en lo alto.

Entre tanto, otros visitantes han debido llegar junto a un gong, y lo hacen sonar. Y luego, una campana. El monje no se inmuta. Luego nos cruzaremos con esos peregrinos, que suben con flores que depositar junto a la estupa más sagrada, la de las reliquias de Buda, en el extremo septentrional.

La mística y el nacionalismo se combinan. Aquí en lo alto, en el mayor de los pabellones, a la par de las campanillas, se mecen banderitas con la rueda del dharma, ese timón budista que guía hacia la iluminación, pero, en igual número, banderitas de Tailandia. Un retrato del rey vigila, sobre un caballete, la ancha peana sobre la que se acumulan imágenes de Buda, divinidades y espíritus protectores.

Descendiendo de las pagodas, tras una nueva sesión de traqueteo en el pickup, y veinte minutos en coche, un nuevo destino mágico nos espera al oeste, en la cordillera que acabamos de ver desde lo alto: es el Parque Nacional de Chae Son. A la entrada se debe pagar una modesta contribución.

El mayor atractivo del parque son sus manantiales de agua termal. Lo típico es llevar huevos para cocerlos en ellos. A lo largo de la carretera, en las proximidades, hay puesto donde los venden, y también bonitas cestas de hojas de palma, para introducirlos en el agua. Huevos de gallina, pero también mayores, de oca, o pequeñitos, de codorniz. Al gusto. Al acercarte al manantial en cuestión, a lo que huele no es a otra cosa que a los huevos que se cuecen en las pozas, a unos 75 grados. Y los peculiares tonos que tiñen las rocas, verdes broncíneos o grises azulados, corresponden a las algas termófilas que sobreviven e incluso disfrutan a tales temperaturas.

Esa zona del parque, alrededor del manantial, está muy bien cuidada por el gobierno, casi en exceso, como un parque. Se abre allí en la jungla un claro de hierba mullida, con pasarelas de madera o senderos de lajas de piedra entre las pozas humeantes. Las rocas, lamidas por el agua, tienen ese encanto que, por algún motivo, es privativo del Extremo Oriente. Si a eso se añaden las elegantes cestas que acogen los huevos en el agua, donde cuecen despacito, sin que burbujee, el efecto estético es completo. Tailandia se hace zen en este paraje.

Alrededor, se han construido varios pabellones, que albergan diferentes servicios. Por un lado, un edificio con tres o cuatro humildes tiendas de comida, donde no debemos esperar nada sofisticado, apenas unos fideos, o pollo asado. Lo básico. Y muy barato, pero muchos turistas se limitan a zamparse, en las mesas de pícnic, bajo buenas sombras, los huevos que han cocido. No lejos andan las dependencias de un balneario, en la proximidad del río que recibe las cálidas aguas del manantial. En uno de los pabellones se ofrecen las masajistas. De alta calidad y bajo precio. Por aquí, todos los clientes son locales, y no aceptarían ni un sucedáneo de masaje tailandés, ni ser estafados.

Hay también un pabellón de terapias termales, pero el tratamiento más simple es gratuito. A un paso del río, se ha dispuesto un estanque donde las aguas calientes, que bajan por una suave ladera, se han enfriado ya lo suficiente, y donde podemos probar a meter los pies y relajarnos, y disfrutar, si confiamos en ellas, de sus propiedades medicinales. Si queremos pasar al otro lado del río y perdernos en la selva, podemos hacerlo por un puente rústico, de madera y hojas de palma.

Subiendo a lo largo de ese mismo río, no hay que caminar mucho para encontrar una bella secuencia de cascadas. La más alta, la última. En los remansos previos, multitud de peces gato, de buenas dimensiones, se afanan contra la corriente. El sendero está muy arreglado, con escaleras y barandillas a prueba de excursionistas torpes. Alrededor, la jungla se va haciendo más potente paso a paso. Por allí se elevan árboles talludos, de maderas duras. Tendremos que forzar el cuello para divisar sus copas. El más valiente encontrará senderos que se pierden camino de las montañas.

CUADERNO DE VIAJE

Chiang Mai, al oeste, no queda lejos de Chae Son y de las pagodas flotantes. Dos horas y media. Con su aeropuerto internacional y sus cientos de alojamientos, y una enorme riqueza patrimonial, es el destino por excelencia del noroeste de Tailandia. La ciudad se incluye en la mayor parte de los paquetes turísticos. Los españoles abundan por allí. Incluso hay hoteles de alguna cadena española: el Meliá Chiang Mai, sin ir más lejos, bien ubicado junto al río y no lejos del famoso mercado nocturno y las murallas.

Más cerca de las pagodas, no obstante, está Lampang, con precios más económicos en sus alojamientos, y con probabilidades mínimas de encontrarnos con unos compatriotas en la mesa vecina. También allí se puede llegar en avión desde Bangkok, si no queremos ensayar el viaje en tren o en autobús. El Space Lampang Hotel sería una opción.

Entre Lampang y Chiang Mai hay atractivo turístico reseñable: The Thai Elephant Conservation Center. En este centro de conservación de los elefantes, una manada de paquidermos disfruta de una extensión de jungla espectacular. Media docena de mahout (jinetes de elefantes) los conducen al baño y tienen preparado después un espectáculo donde se reproducen los usos históricos del elefante, la habilidad con que los machos elevaban los troncos, por ejemplo, ayudándose con sus colmillos. Quien quiera dar un paseo a lomos de estos animales, lo hará aquí por un paraje selvático. Hasta hace cien años, la selva y el sotobosque tropical no permitía otro transporte que el elefante.

Como alternativas a Chiang Mai o Lampang, queda al norte otra ciudad cercana, barata y curiosa donde quedarse: Phayao, junto a un plácido lago. Allí está el antiguo monasterio del que procede el fundador de las pagodas flotantes. Estaremos, además, camino de Chiang Rai.

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Salvando las proximidades de Chiang Mai, con sus atascos, las carreteras de la zona son tranquilas y razonablemente buenas. Pero ya sabemos que en Tailandia se conduce por la izquierda, como en Inglaterra y Japón y esto puede disuadirnos, a la hora de alquilar un vehículo. La solución más sensata es un coche con conductor, un lujo que, en estas provincias de Tailandia, es bastante asequible. El precio de un día completo se servicio, de 7 de la mañana a 7 de la tarde puede ser 1.500 baths, 40 euros. Añadiendo eso sí, el precio de la gasolina.

Puedo aportar el mail de Noon, un taxista de exquisito trato y que habla inglés: [email protected]. Frente a las excursiones organizadas que, de momento, creo que no llevan a las pagodas flotantes, el taxi nos permite dibujar nuestros propios recorridos. Lo más recomendable.

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