CUANDO TODO SE VENDE EN EL TRANSPORTE PúBLICO, TODOS SALIMOS PERDIENDO

Imagínese que se dirige en coche a una ciudad donde no ha estado nunca. Cuando está llegando por la autopista, casi se pasa la salida porque la circunvalación ha cambiado su nombre por el de una marca de galletas. Atraviesa un túnel iluminado en rojo donde enormes pantallas proyectan el tráiler del último estreno de Hollywood. Y al llegar a la ciudad, aún confundido, no logra encontrar un aparcamiento público porque todos han sustituido su tradicional señal de una P por una Q, en referencia a la calidad de los productos del supermercado de la zona. ¿Surrealista, verdad?

Probablemente consideraría que este tipo de intrusiones distraen, dificultan el viaje y lo hacen inaguantable. Pero es un caso hipotético. Lo que he descrito no lo tiene que soportar ningún conductor de coche. Sin embargo, es de lo más común para los usuarios de transporte público. Publicidad invasiva, que se confunde incluso con la información, entorpece a los viajeros menos conocedores de la red y dificulta la accesibilidad cognitiva.

En las últimas semanas ha sido noticia la campaña de un fabricante de coches en el metro madrileño que añadió el lema "Línea Stonewashed Blue" a las canaletas de información de los andenes, un espacio tradicionalmente reservado para el nombre de la estación y la denominación de la línea. El objetivo era confundir al viajero. No lo digo yo: ellos mismos pagaron a influencers para que subieran vídeos haciéndose los confundidos acerca del nombre de la línea; y al resolver el misterio con un vídeo (ya borrado) en su perfil oficial de X, recogieron todas las críticas acerca de la confusión y el atentado a la usabilidad que suponía este presunto cambio de denominación.

Pero era por una buena causa: se trataba de contar que a partir de ahora los colores de sus coches tendrían nombres más fáciles, y así sus clientes no tendrían que sufrir la confusión que ellos mismos habían provocado a miles de usuarios del metro. Porque sus clientes son personas superiores. De las que van en coche y no merecen ese tipo de líos.

Desde la crisis de 2008 este tipo de acciones publicitarias intrusivas ("no convencionales") en el transporte público han ido a más, especialmente en el metro de Madrid. Se ha ofrecido a las empresas la posibilidad de bautizar con su marca una estación (¡o una línea completa!), de integrar enormes pantallas publicitarias de gran intensidad luminosa en los vestíbulos y andenes, de personalizar la señalización con sus mensajes comerciales o incluso modificar el propio logo de Metro o la iluminación de un pasillo con sus colores.

Intervenciones que para el usuario habitual son molestas, pero que para personas que no conocen la red, recién llegadas a la ciudad o tienen dificultades cognitivas pueden suponer además una confusión que les impida el viaje de manera autónoma. Mientras tanto, nadie se imagina estas acciones en una autopista, a la que no se le exige retorno económico (incluso la publicidad en ellas está prohibida, con la célebre amnistía al toro de Osborne).

Algo llamativo, teniendo en cuenta que los usuarios de medios sostenibles no solo están haciendo lo mejor para ellos, sino que contribuyen a mejorar la vida de todos. Un peatón o viajero en transporte público es un coche menos en el atasco, 12 m2 menos de espacio público empleado en almacenar una máquina, menor contaminación y accidentalidad y mayor ahorro en infraestructuras para la Administración. Y a pesar de todas estas externalidades positivas que producen, son sometidos a torturas que un usuario de vehículo privado no tiene que sufrir, como la alteración de la cartelería de información con el propósito confeso de confundir.

No se trata de estar en contra de la publicidad. Los buenos anuncios informan, entretienen con su creatividad y, por qué no decirlo, aportan unos ingresos que nunca están de más. Las marcas dinamizan la economía y fomentan la competitividad. Pero es importante que todo eso no nos haga olvidar que hay límites, que antes que consumidores somos ciudadanos.

Por eso debemos pedir responsabilidad a las marcas. ¿De qué sirven sofisticados programas de RSC o pomposas declaraciones de valores si en el día a día nuestra marca contribuye a hacer un poquito más complicada la vida a los ciudadanos?

Pero sobre todo es necesario que se lo exijamos a las administraciones y a las empresas operadoras, y que les recordemos que no todo puede estar a la venta. Los gestores del transporte público deben recordar que los usuarios de transporte público son mucho más que un mal menor, una carga que transportar de A a B o una jugosa colección de ojos que consumen publicidad. Y deberían velar por sus derechos, su dignidad y autonomía, sobre todo cuando puede perjudicar a quienes más complicado lo tienen para moverse.

Porque la accesibilidad es mucho más que poner ascensores: es hacer que cualquiera pueda moverse de manera autónoma por el sistema. Y eso pasa por mejorar la información, en no dar por sentado que "los usuarios habituales ya lo saben" y sobre todo, en hacer que cualquier persona pueda viajar sin necesidad de cuestionarse si cada cartel que ve es información o anuncio, si el logo del servicio en otro color significa que es otra red o simplemente es un patrocinio.

Es hora de comenzar a poner al usuario en el centro, pero de verdad. En no hacerle sentir que es un ciudadano de segunda, sino agradecerle su compromiso pensando en cómo mejorar su viaje y hacer más sencilla su vida. Quizás poner una pantalla en el vestíbulo del metro con el tiempo de llegada de los autobuses de la superficie no tenga un retorno económico tan inmediato como una publicitaria, pero el impacto en la vida de los ciudadanos será muchísimo mayor. Hay que olvidar las rencillas entre operadoras y entre gobiernos, integrar tarifas, medios e información y trabajar para que cada viaje en transporte público sea fácil, cómodo e intuitivo para todas las personas.

En plena emergencia climática nos va, literalmente, la vida en ello.

Fernando de Córdoba es estratega de marca, divulgador y fundador en 2009 de Ecomovilidad.net.

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