UN TURISMO QUE SEA SOSTENIBLE

España se ha consolidado en los últimos cuatro años, tras el mazazo que supuso la pandemia, como uno de los principales destinos turísticos del mundo. Entre enero y marzo pasados recibió 16,1 millones de visitantes extranjeros —el mejor primer trimestre de la historia— y se asoma a la posibilidad de terminar el año con más de 100 millones de viajeros y desbancar a Francia del primer puesto mundial. Tales perspectivas explican el interés inversor por el sector: entre el pasado 1 de abril y el 31 de diciembre de 2025 está prevista la apertura de 260 nuevos hoteles en España, según la consultora inmobiliaria Cbre. Es decir, un establecimiento nuevo casi cada tres días.

La crucial aportación que el turismo supone para la economía y el empleo en España está fuera de toda duda. La patronal Exceltur calcula que este año el PIB turístico puede superar por vez primera en la historia los 200.000 millones, hasta representar el 13,4% de la economía nacional. Pero la sucesión de cifras positivas ha marchado en paralelo a una creciente conciencia social de que la sostenibilidad debe ser la esencia del modelo y de que reconsiderar su gestión y sus impactos no implica desprestigiarlo.

Invita así a la reflexión si ese enorme crecimiento de la planta hotelera en un país que el pasado agosto sumaba casi 1,9 millones de plazas resulta compatible con la sostenibilidad que se busca. Si el éxito no se mide por el número de visitantes, como insisten tanto las autoridades como el sector, llama la atención el interés por ampliar la oferta, con especial predilección por destinos urbanos como Barcelona, Málaga, Valencia o Madrid, ya afectados por problemas ligados al turismo.

El lógico interés por el beneficio económico debe compatibilizarse con el interés y las necesidades de los ciudadanos en uno de los ámbitos productivos con mayor incidencia en la calidad de vida local. Las recientes y masivas protestas en Canarias —la comunidad más visitada durante el primer trimestre del año, con 4,27 millones de viajeros, más del doble de su población— han puesto otra vez de relieve la necesidad de abordar los efectos del turismo masivo en ámbitos cruciales como el coste de la vivienda, el alza de precios de consumo o la ocupación del espacio público.

España vivió una burbuja inmobiliaria cuyo estallido abrió una profunda crisis superada en buena medida gracias a la creciente aportación económica del turismo. Precisamente por ello, todos los implicados tienen que estar alerta para que no se hinche otra a costa de la calidad de vida —sobre todo de los residentes, pero también de los propios turistas— en las ciudades españolas.

Complica el escenario el aumento de los pisos turísticos, que en agosto pasado ya superaban los 340.000, pese a los intentos, claramente insuficientes, por limitar su proliferación. Al mismo tiempo, los obstáculos para el acceso a la vivienda son cada vez mayores, especialmente para los más jóvenes.

Pese a las dificultades que plantea una regulación rigurosa —siempre preferible a las prohibiciones— y a que iniciativas desarrolladas en otros países, como las moratorias de construcción o la imposición de tasas, no han frenado las llegadas masivas, la búsqueda de soluciones consensuadas entre el sector, los consumidores, los ciudadanos y los poderes públicos resulta urgente en un lugar como España.

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